Como Ivan Ilich – Carlos González Robles




Estaba teóricamente preparado, la vida hace que un llano, de pronto se
convierta en una montaña. Nadie dará un aviso, no sé si para aumentar la
desesperación de una partida no esperada o para evitar la amargura de las
malas acciones cometidas que ya no se podrían solucionar…
Y todo empezó en una media mañana soleada con un ambiente idílico, pero
algo sucedió, tal como un desborde de un rio que inundó un sembradío costero.
Las fuerzas me abandonaron y un sudor comenzó a enfriar mi cuerpo,
A duras penas alcancé mi poltrona favorita. Parecía que ese viejo tapizado me
absorbería como lo haría una impía ciénaga que todo lo traga sin posibilidad de
defensa. Mi anormal comportamiento fue rápidamente advertido por mi esposa,
y me desbordó con su persistente interrogatorio, hasta que debí confesar mi
verdadero estado. Inmediatamente los diagnósticos caseros, emanaron y
determinaron que un cansancio por mis intensas tareas fue el culpable de mi
indisposición.
A la espera del galeno tomé conciencia que la situación no era un trámite y esa
certeza me llegó de un ser impensado, sentí un impacto en mi pecho como un
almohadón tal vez algo más pesado, pero pequeño y caliente.
Fue el adorado -por mi esposa- gato negro que hasta ese momento la
indiferencia fue mutua, sentí sus bigotes en mis mejillas y apretando
insistentemente sus garras sobre mi camisa, haciendo presión sobre mi pecho
transmitiéndome algo más intangible que el contacto de nuestros cuerpos,
intentaba ayudarme, de una forma incomprensible a nuestras burdas mentes
humanas…Estuvo unos segundos y me provocó un cierto alivio, se alejó sin
dejar de clavarme sus encendidos ojos… todo un mensaje.
Ya en la sala de Terapia intensiva, la falta de oxígeno torturaba mis pulmones
hasta que me dormí profundamente, pero con decenas o tal vez cientos de
sueños, seguramente póstumos.
En la tarde, la visita de mis hijos alentándome y con muchas sonrisas forzadas,
como para quitarle drama a un supuesto transitorio mal momento… Pero los
engañé fingiendo creer el ardid, por supuesto merecían ese “premio póstumo”.
Me sonreí tragicómicamente del poco cuidado de esconder los sollozos de los
allegados en la habitación contigua, también de esas visitas imprevistas de
amigos que las impertinencias de los intereses habían desgastado las

relaciones y la más notable, fue la de alguien que en prolongados lapsos de
silencio voluntario dejó envejecer, sin penas ni glorias, una fraterna amistad.
Así supe que “de ésta no saldré”. En ese momento recordé los párrafos de
Tolstoi sobre la hipocresía de los visitantes al gris y moribundo personaje de su
genial novela.
En ese momento comencé a recordar sucesos de mi vida, algunos
intrascendentes pero que estuvieron continuamente presentes en mi memoria,
la mente se empeñaba, seguramente motorizados por la conciencia acusadora,
en mostrarme pasajes de injusticias cometidas, pero inmediatamente mi
abogado defensor, la otra parte de la misma, mostraba logros y buenos actos
hacia a amigos y hasta gente desconocida, realizados sólo por altruismo y así
en ese juicio que la mente impuso, salí absuelto de mis pecados. La Libra se
mostró equilibrada.
Recordé lindos y feos sucesos, placeres, dolores y me pregunté:
¿Qué faltó, que sobró? ¿Me sobraron fracasos? Bueno también hubo triunfos…
¿Me faltó dinero? No, nunca me importó demasiado.
¿Pudo faltarme ese gran amor soñado por todo adolescente? Seguramente,
pero creo que nadie lo encuentra y si cree obtenerlo, en un efímero lapso se
desvanece para que la chatura de la convivencia reine por décadas.
De pronto, un estado de placer me invadió y me fui durmiendo con la rebeldía
de luchar contra ese cansancio…tan raro, tan placentero…solo el ruido de los
controladores negaba el silencio. ¿estaba soñando? No sé.
Me desperté por un ruido ensordecedor, pero no fue externo, fue un zumbido
que llegaba de muy adentro, sentí golpes en mi pecho, aunque sin dolor,
alguien movió mi cuerpo violentamente, sentí una máscara que tapó mi cara,
apenas pude abrir los ojos, comprobé que los médicos y las enfermeras se
movían frenéticamente, poniendo y sacando aparatos, los miraba, pero no
podía escuchar que decían, ese zumbido tapó toda voz humana, solo percibí
las alarmas de los aparatos de control que aullaban nerviosamente…
Ya no habia aire que respirar ni cosas para ver…así que cerré los ojos y mi
mente se entregó a una dulce paz y solo sentí que mi cuerpo se estremeció
como en una última y desesperada defensa a una estrepitosa
caída…lentamente perdí la conciencia, como que me estaba durmiendo…no
hubo dolor, ni angustias…
Y de esa forma un médico describió mi muerte a mí ya entonces viuda…

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