TRUEQUE DE ALMAS – Raúl “LOBO” D”Alessandro



La noche velaba estrellas ocultas tras las nubes negras, un perro aulló a lo lejos y
una comadre de luto se santiguó tres veces de apuro. Mala cosa esa señal, solía contar el
abuelo que en noches de tormenta las almas errantes buscan alcanzar el cielo que les fue
negado y rondan la tierra buscando algún mártir que llevar. Son noches de respetar temores.
Una ráfaga de viento desprendió hojas secas del sauce y algunas asomaron por
debajo de la puerta, Jacinto no se inmutó, el mismo viento las barrería como barría sus
sueños.
Se sirvió una nueva copa mirando con tristeza la merma de la botella y bebió un
largo sorbo con la urgencia de aturdirse para no pensar en su derrota cotidiana, el alcohol lo
anestesiaba, maniataba sus pensamientos, bebió a su salud celebrando su cumpleaños, hoy
cumplía medio siglo de vida fantasma. Se consideraba la mitad de la novela de García
Márquez, su existencia cargaba el peso de cincuenta años de soledad y no estaba dispuesto
a soportar otro tanto. Pensó en la muerte. Una rebelión interna lo azuzaba a cambiar la
historia, necesitaba formatear su vida para despertar en la aurora de esta noche sin final.
En una vieja revista, a puro ocio había garabateado su firma como señal de
existencia – Jacinto Ruiz – un ser anónimo documentado en la firma de un papel que será
quemado en el basural. Una excelente intrascendencia, pasar desapercibido era su mayor
virtud y su peor defecto.
Un trueno sacudió la tierra y se encogió por instinto, vació la copa con la emergencia
de hallar un amparo, le dolía el momento, el alcohol le mostró un compendio de sinrazones
que no llegó a comprender, y con la brújula de su razón rota balbuceó algunas incoherencias
hasta que cayó de rodillas y con voz ronca convocó al santo de los parias, le rogó
fervientemente por una nueva identidad. No quería ser él, era preciso mutar su interior, nunca
podría albergar felicidad en ese recipiente de perdedor asumido.
Lentamente se puso de pie y alzando sus manos hizo promesas y realizó juramentos
que jamás podría cumplir, las emociones cautivas se liberaron en un llanto amargo y se dejó
caer vencido en la silla, el vaso estaba vacío y se apuró a llenarlo sin tener éxito, la botella
se había vaciado. Su alma también.
Hipnotizado por los reflejos del vidrio quedó con el vaso en alto hasta oír una voz
interior que le dio una orden, sus plegarias habían sido escuchadas. Como un sonámbulo se
encaminó hacia la puerta y la abrió de un recio tirón, el viento frío le azotó el rostro
despejando su mente y renovando sus bríos se encaminó hacia el puente.
La lluvia caía sobre la villa mientras Jacinto marchaba por el barro cargado de una
gran determinación, el humo de la quema que se apagaba lentamente dificultaba la visión y
un par de veces cayó en el basural, cruzando el pastizal se dirigió hasta el puente y a través
de la lluvia lo vio, era real, una sombra embozada lo esperaba. El santo de los parias le había
concedido el deseo, trocaría su personalidad por otra, basta de resabios agrios de momentos
pasados, no mas vacíos existenciales que no califican para ser llamados recuerdos. Es
preciso negociar el trueque de su alma por otra.
Un alerta en su cordura lo detuvo por un instante, pero empujado por su delirio se
soltó de la razón y corrió hacia el puente, apenas llegar se desplomó y vio que la figura se
marchaba, en un esfuerzo quiso llamarlo pero no conocía su nombre, el desconocido se
volteó para mostrarse y descubrió con estupor que tenía su rostro, era él. Había logrado ser
transferido.
Un dolor intenso le abrió un abismo en le pecho mientras observaba la sonrisa del
desconocido que se marchaba, quiso retenerlo y con un último aliento se llamó a si mismo
pero ya era tarde. Un perro aúlla a lo lejos y la comadre se santigua ante la partida de un
alma errante. El puente queda desierto.
Cae el vaso de la mano de Jacinto, y tras el eco de vidrios rotos llega un silencio sin
fin en la humilde casilla.

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