OMEGA – Diego Yani



Exhausto. Agotado de mí y de todo. Cansado de mí propia vida – sí, aunque les
resulte sorprendente y asombrosa esta confesión, yo también vivo – abro la puerta
desvencijada del cuarto y, carente de fuerzas, me dejo caer sobre la cama deshecha.
Recostado observo el techo y mi mente divaga. Mis miembros están flojos, mi
respiración relajada y cierto embotamiento invade mi conciencia. Extraño sentirse así
luego de semejante desahogo, pero siempre es igual. Tal vez tenga que ver con esa
vivencia inmediatamente posterior al orgasmo que la mayoría de los afortunados
mortales experimenta cuando, tras la tensión de los músculos y la emisión de los
guturales gemidos que emite la garganta, irrumpe un infinito alivio que parece
adormecer todos los sentidos. De todos modos si hablamos de orgasmos, debo
confesar que nunca se me permite llegar a tanto: esa es otra de las tantas experiencias
que me están vedadas. Lo mío se limita a un profundo beso pasional y fugaz que no
consiente más que un goce efímero cuya brevedad solo me impulsa frenéticamente a la
búsqueda de otro nuevo que lo complete. Y luego arriba este pesado cansancio para
mí, pero sobre todo, un alivio liberador para los otros. Es un castigo cruel este que se
me ha impuesto: vagar erráticamente por todos y cada uno de los rincones del mundo,
burlando las fronteras religiosas, etarias, lingüísticas e ideológicas, buscando miles y
miles de bocas ese beso que nunca me sacia. Más de una vez me rebelé contra esta
naturaleza, luché contra mi propia esencia que me resulta intolerable pero todo fue en
vano. Hoy ya no lucho, me declaro impotente, me resigno y me entrego al destino que
se me ha asignado. Doy vuelta en la cama y el hastío me invade. El continuo girar de
las paletas del ventilador sobre mi cabeza me hacen pensar en el círculo vicioso que
constituye esta existencia que se me antoja tan injusta. ¡Justo yo, que estoy condenado
al mayor de los sacrificios por todos ustedes, me veo sometido, en el mejor de los
casos, a la continua difamación de mi nombre! Generalmente se me somete a una
indiferencia tal que se me ignora, o se me niega y rechaza hasta sepultar mi existencia
bajo las profundas capas protectoras del subconsciente.
Muchas veces, en cambio, imploro ingenuamente a todos los dioses que alguna
vez existieron sobre la Tierra que se apiaden de esta monótona existencia y alivien mi
castigo, permitiéndome compartir una parte ínfima de esta errática vida eterna con un

otro cualquiera que mitigue la enorme soledad que me envuelve. Pero, como todos
sabemos, ningún dios por falso o verdadero que sea escucha mis plegarias. Mi relación
con los otros se limita a una banal persecución que pasa inadvertida al principio,
inquieta y perturba luego a medida que se apodera de las conciencias, y concluye
inexorablemente con ese beso prometedor que alivia las entrañas y aquieta las mentes
y que constituye mi única adicción. La experiencia del amor, como muchas otras,
también me es negada. ¿Pero no debería ser yo acaso adorado como la más
importante y tangible de las divinidades en lugar de tantos ídolos imaginarios cuya
incomprobable existencia permite siempre las más razonables de las dudas? Con toda
seguridad mi incuestionable existencia se basa sobre irrefutables pruebas de índole
empírica que todos pueden comprobar a diario, y no sobre la fe ciega que empuja a los
ingenuos a creer en ídolos inmateriales. Y a pesar de todo esto se me margina y se me
denigra a la más cruel de las humillaciones blasfemándome una y otra vez, tratando
inútilmente de esquivar mí presencia.
Ojalá pudiera hacer algo para acabar con este castigo agónico que, como los
buitres, me carcome y me consume y se regenera, condenándome a la más
inconcebible de las torturas. Pero como es de público conocimiento esa anhelada finitud
que encarna mi nombre y que a tantos aterra y paraliza también me está vedada.
Empiezo nuevamente a desplazarme en este círculo vicioso, lo percibo. Mis reflexiones
apenas esbozadas comienzan a desdibujarse y esa sensación de “hambre” incipiente
se manifiesta en mi interior y se apodera de mi mente y mis entrañas. En breves me
levantaré de la cama y me lanzaré frenéticamente a las calles en busca de un nuevo
huésped. Lo sé, así ha sido siempre y así será. Y de nada sirve la ira o la rebelión o el
llanto pues mi sufrimiento es indiferente a los dioses. En los breves segundos que me
restan de conciencia quiero gritar y afirmar que, a pesar del agobiante remordimiento
que me invade por el sufrimiento infligido en forma involuntaria, yo me declaro inocente.
Ya es tarde: empujado por el incontenible hambre, me levanto y salgo del cuarto
y, excitado por la idea del nuevo beso, me lanzo ansioso a las calles oscuras mientras
las paletas del ventilador siguen girando indefinidamente y formando círculos perfectos
cuya sombra se refleja sobre el techo descascarado.

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