Urania, Waite y Aurora- Diana Martínez Chávez



Urania, Waite y Aurora

La luna estaba llena, era uno de esos días en los que la frescura del clima invita a asomarse por la ventana para ver la luz de aquel astro redondo, brillante, tan elogiado y tan utilizado en la poesía. Ahí estaba Aurora, en su reflexión sobre el movimiento del Universo, de las conexiones que tenemos entre nosotros, el mundo, otros planos, la energía y la armonía en todo… hasta que un pequeño gruñido la distrajo de sus ensoñaciones, pues Alma, su pequeña perrita tiraba de ella desde la parte baja de su pantalón de pijama con sus pequeños dientes, era tan blanca como la luna y suave como una nube. Ella la tomó en sus brazos, le acarició las orejas y se sumergió en los ojos enormes que la veían con cariño y curiosidad, el brillo de esa mirada le recordó a un momento bastante crítico para ella: la muerte de su madre.

Habían discutido arduamente, el los últimos días rara vez se prestaban a contar lo que les pasaba. La convivencia era difícil pues a veces ni se dirigían la palabra, más por ella que por su madre. Ambas compartían el carácter fuerte y decidido, aunque despierto a la intuición. Esa mañana, después de su discusión, Aurora estaba tan enojada que salió de casa sin decir más, azotó la puerta y caminó rumbo al Centro Cultural, al llegar se sentó en una banca del parque que estaba en la explanada central del lugar. Mientras pensaba, un chillido vino desde debajo de la banca, se asomó y ahí estaba un cachorro lleno de tierra y lodo pues parecía haber vagado por ahí un buen rato, ella le habló, recibió el movimiento feliz de la pequeña cola como respuesta, vio esos ojos y sin dudarlo la cargó entre sus brazos. Sintió en ese momento un clic entre las dos, algo indescriptible, era la primera vez que sentía una conexión así en su alma, en su interior, era un vínculo especial… y la llevó a casa.

Alrededor de las siete de la tarde, caminaba por la acera y de lejos vio, a la altura de su casa, luces azules, rojas y amarillas; guardó a la perrita en su sudadera y corrió sin soltarla, al llegar a su casa solo vio a su mamá casi inconsciente sobre la camilla de ambulancia, se abrió paso entre la muchedumbre, fue hacia ella, subió al vehículo mientras escuchaba un poco lo que decía un joven asustado a la policía y se cerró la puerta. Ella no sabía qué hacer, trató de averiguar lo que había pasado preguntando a los paramédicos pero, como era de esperarse, solo estaban tratando de salvarle la vida a una mujer que tenía una severa contusión, varias costillas rotas y unas fracturas; así que sólo acarició la mano de su madre mientras se limpiaba las lágrimas y se disculpaba una y otra vez: -¡Perdón, lo siento! ¡Mamá! ¡Quédate conmigo!, ¡Perdóname!, ¡Es mi culpa!… Al escuchar el llanto de su hija, Rocío solo sonrió y le dijo con voz débil y temblorosa: -Estaré en la luna, estaré bien… Urania, mi Aurora.

Sonaron todas las máquinas de signos vitales, los paramédicos intentaban salvarla, hicieron circo, maroma y teatro, la ilusión de salvarla se disipaba, en el fondo Aurora sabía que su madre ya estaba en la luna, había vuelto a ser eternidad… Estaba con Urania, su musa favorita, de la astronomía…

Lloró por muchos días, no quiso ver a nadie, se sentía vacía y culpable por lo sucedido, pues tiempo después se enteró por la policía y el testimonio que ese día su madre había salido corriendo a buscarla y al cruzar la avenida principal tuvo el accidente, según la investigación y los procedimientos, el conductor era un joven aprendiz asustadizo que practicaba un poco pero esa vez aceleró de más, por lo que fue procesado a una condena corta por homicidio culposo. Todo eso la hacía sentir aún peor.

Entre llanto y tristeza recordaba momentos de su infancia y todo lo que le decía aquella valiente, noble y hermosa mujer. Su memoria y las circunstancias la llevaron a lo que le decía siempre en los funerales: –No te preocupes hija, ya está en comunión con el Origen, con el Todo y esto también es parte de la vida. Ahora lo recordaba viendo su foto junto al ataúd. Eso la destrozó aunque también la hizo sentir más cerca de ella, su filosofía de vida la acompañaría siempre.

Una noche de luna llena fue a la habitación de su madre, con la mirada cabizbaja y los ojos hinchados, se dirigió al último cajón del escritorio de madera, herencia de la familia, y buscando un poco entre algunos libros lo encontró: un cofre de madera pintado de color oro, el mayor tesoro de su madre, en él se encontraba una baraja de tarot de Raider Waite, unos cuarzos, conos de incienso y una vela. Al tocar cada uno de los objetos, los recuerdos la invadieron: aprendió tarot gracias a ella, cuando veía las cartas de los arcanos mayores sentía que contaban la historia de un caballero o de un héroe, pero su mamá siempre decía que era el camino del discípulo, un hombre común en constante atención, aprendizaje y sobre todo desarrollo de sí mismo. Por eso, cuando se olvidaba de la fortaleza que albergaba en ella, Rocío siempre le decía: -Recuerda el Arcano número 8. A lo que respondían al unísono: -La fuerza es infinita y vive dentro de mí. Se abrazaban y el aroma de su perfume, lavanda, se quedaba en la piel de la pequeña.

Rocío siempre creyó firmemente en la energía de las cosas, sabía muy dentro de sí que todo vibra, todo está en sintonía, por eso usaba cuarzos cada que podía y se sentía cómoda. Su favorita era aquella piedra verde, la malaquita, pues decía que era su protectora. Ese día olvidó ponérsela, quizá fue porque así tenía que ser. Aurora lo comprendió poco después, cuando encontró un libro de etimologías entre los libros del cajón. Vio la etimología de su nombre: Aurora: Alba, brillo del sol naciente. Seguido de la de su mamá: Rocío: Serenidad, el fluir del mar.

Y entonces lo entendió todo.

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