Dije muy triste, adiós – José Manuel Ferrandón Landa



En un principio creía que era algo momentáneo. Luego vino otro día igual, luego otro y después otro. Creía que era cuestión de tiempo para que las cosas mejoraran, que estaba pasando una mala racha y después todo sería mejor. Las cosas parecían turbias, pero había una esperanza de que al fin vendría algo que renovara mi existencia en el mundo. Era horrible caminar por la calle con la vista en suelo, creyendo que esa pose meditativa me haría más interesante a la vista de las demás personas, cuando en realidad se veía un tipo triste, cansado en su juventud, sin ganas de salir adelante y ninguna motivación. “Tal vez me pasa esto porque no he tenido hijos, o porque no he podido durar en ningún trabajo el tiempo suficiente para comprarme una moto. Muchas personas de mi edad ya son adultos responsables, seres útiles a la sociedad. Yo no soy nada de eso, soy un fracasado, un perdedor, no he podido publicar en ningún lado, todas mis parejas se han ido, sigo viviendo con mi madre, no tengo ninguna meta o aspiración en la vida, soy un fracaso, estoy muerto”.

Pensaba que era un escritor genial, que mis diarios llenos tinta iban a renovar el mundo de la literatura, que moriría en algún momento por tomarme muchas pastillas o ahorcarme en el cuarto y las personas encontrarían mi legado en los cuadernos, que por las ganancias de mis obras mi familia nunca más tendría que trabajar, que sí, había muerto queriendo evitar todos los males que el tiempo trae como son las enfermedades o el olvido, pero había dejado algo para la eternidad y las personas cercanas a mí pudieran tener la vida que no pudieron tener mientras estuve entre ellos. Pensaba que mi madre estaría llorando mientras todos llegaban a preguntar acerca de mis escritos y ella les diría que me dedicaba completamente a leer y a escribir unos cuadernos que estaban en una caja de documentos llena de polvo, a lo que buscarían dentro y encontrarían aquellas notas de mi adolescencia y se asombrarían de mi sensibilidad y mi precisión para describir la realidad por medio de las palabras. Pensé que sería fácil y todo lo que no pude publicar en vida lo haría muerto, que los críticos literarios buscarían mis cuadernos perdidos y sacarían ediciones nuevas con anotaciones, que harían documentales sobre mi vida, adaptaciones al cine y teatro de mis obras y todos se lamentarían de que hubiera muerto tan joven y malogrado, como un Manuel Acuña o un Ian Curtis.

Antes de morir soñaba con cosas, con ser un gran guitarrista, un gran escritor, ser un gran actor, pero con el paso del tiempo me di cuenta de que no iba a ser nada de eso y que era mejor resignarme de una buena vez y acabar con todo, tomarme las pastillas y acostarme en la cama, como lo hizo Andrés Caicedo, solamente que sin publicar nada ni nada, sin haber hecho absolutamente nada, quejándome de no ganarme la lotería sin ni siquiera haber comprado el boleto, y fue entonces que me di cuenta que sería un fracasado de todos modos, que me retiraba de la vida porque me venían grandes todas las cuestiones que otras personas podían solucionar sin preocuparse demasiado. Imaginé a un amigo con mis manuscritos visitando a un editor importante y llegando a un gran trato cuando la realidad fue que no tenía talento, que era un simple intento de escritor y que no llegué a ningún lado por ningún medio, incluso sacrificándome no pude alcanzar la gloria. “Hoy estoy muerto/ dije muy triste/ Adiós”, dijo el poeta cansado de la vida, sintiéndose miserable y sin ningún mérito, y resultó que yo me sentía igual, solamente que ahora no siento nada, que también estoy muerto y tal vez nunca vaya a revivir.

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