Albertina (Apolinar Jaén, 2000) – Mariano Gallardo




Mi cuarta ñatita* es diferente porque yo misma la he encontrado. He sido
testigo del momento mismo de su muerte, me he visto involucrada pues, sin
querer, pero me ha buscado, entonces qué iba a hacer. Yo misma he pedido
me dejen traerla y hacerla ñatita, pues ella no merecía morir así. Ella es
Albertina, una mujer sola, tenía una posada, de eso vivía y criaba sus llamitas,
esa era su pasión, así me lo hizo soñar, quería que le trajeran llamitas, vienen
pues pastores y le hacen preste, bailan y tocan música, hasta le han mandado
sacrificar una llama, porque esa misma pasión fue la que la llevó a la muerte.
Ahora ella es ñatita de todos los pastores, vienen pastorcitos de llamas y de
vicuñas y le piden favores para sus animalitos, ella siempre los cuida, que no
se pierdan y que sepan volver a casa. No es rencorosa, pues en vida nunca lo
fue tampoco, era una mujer muy servicial.
Yo andaba caminando en la avenida El Prado, iluminada por el sol del
amanecer, sintiendo el frescor de los verdes árboles y el canto matinal de
felicidad de los pájaros.
Proseguí mi camino hasta llegar a esa calle Apolinar Jaén, la callecita
parecía un túnel estrecho y oscuro, apenas para que pasara una persona. A
medida que avanzaba comencé a oír el suave sonido de un clavecín. Al
avanzar más, pude notar que se trataba de un tocadiscos.
La música provenía de una casa en altura a la que solo se podía acceder
subiendo una escalera empinadísima, que más que escalera parecía un
tobogán con peldaños.
La escalera terminaba en una entrada a la casa, era una entrada sin puerta y
sobre el dintel de esta, colgaba un cartelito que decía: “Lo mejor es probar”.
Era imposible no entrar. Subí la escalera y asomé mi cabeza al interior de
aquella casa donde escuchaban música de tan buen gusto.
Adentro vi tres sillones, uno grande y dos pequeños, pero los tres
destartalados. Entré y seguí avanzando hacia un salón en el que había una
mesa de mármol y un piano. Al fondo del salón una gran mesa servida con el
desayuno. Tenía salteñas, tojorí, pan con queso caliente y café. Al lado de la
mesa una señora con pollera, canosa y gorda, estaba planchando ropa sentada
frente a una tabla de planchar. Justo entre la mesa del comedor y la tabla de
planchar en un ángulo de 45 grados estaba una llamita pequeña, tomando el

sol del amanecer que entraba a través de los grandes ventanales del ala
izquierda del salón.
Sin lugar a dudas se trataba de una posada, de hecho, creo haber oído
alguna referencia de ella por ahí. La cholita y la llama me miraban sonrientes
mientras la música del tocadiscos envolvía toda la situación en una atmósfera
inquebrantable, además estaba tan alto el volumen que no se podía oír otra
cosa como no fuese la música.
Me senté a la mesa y desayuné. La llama siguió tomando sol y la cholita
continuó planchando. De vez en cuando yo miraba a la llama para luego
comerme una salteña; volvía a mirar a la llama y me preparaba otro pan con
queso. Todo al ritmo de la música de Haendel.
En una, al volverme para mirar a la llama, esta ya no estaba, se había
cambiado de posición. A la sombra del piano descansaba en un ángulo de 120
grados con respecto a la señora. Mi mirada se centró en la cholita y ella me
devolvió la mirada, me sonrió y luego me mostró la sábana que estaba
planchando. Se levantó y tomó otra sábana que tenía extendida sobre una
cuerda afuera de los grandes ventanales, la trajo consigo y me mostró una
mancha en medio. La cholita, que parecía una mujer encantadora, se reía
mientras me mostraba la mancha, movía su mano para explicarme la historia,
yo también me reí, era gracioso verla gesticular tratando de contarme qué
había pasado con esa sábana y por qué tenía esa mancha.
La señora se acercó hasta la llama y le dio un par de golpecitos muy suaves
en la cabeza. Sin embargo, la llama mostró su disgusto de inmediato mirando a
la chola con evidente expresión de odio. Después me miró y me cerró un ojo,
yo tomé un sorbo de café y caí en cuenta de que la llama me había cerrado un
ojo, así sin más.
La cholita se reía a carcajadas y me miraba como insistiendo en lo gracioso
de la anécdota, yo le devolvía una sonrisa de cortesía porque después del
guiño de la llama ya no me parecía tan gracioso el incidente, a decir verdad, ya
me resultaba incómodo.
Me apuré en terminar el desayuno, pero fue en vano, la mirada del
auquénido ya me había hecho cómplice y tendría que decidir entre la chola o
ella.

La llama se desplazó por el salón y se ubicó en un ángulo de 90 grados
entre la chola y yo, esa era la señal. Vertiginosamente la llama se lanzó sobre
la cabeza de la cholita y no falló. Esta cayó al suelo de manera violenta,
acompasada por la música del clavecín, y en un movimiento final, la llama le
arrancó los ojos rápidamente, con la pata izquierda le sacó el ojo derecho y con
la derecha el ojo izquierdo.
Yo entré a la cocina y me tomé una jarra con leche, era leche de llama y
estaba fresca. Después tomé a la llamita y me la he traído, estaba confundida y
no sabía qué más hacer, pero al tiempo he regresado, me la he traído a
Albertina también y la he vuelto mi ñatita. Todas las mañanas le ofrezco una
taza fresca de leche de llama y ella me ha dado mucha protección. Gracias a
ella, clientes no me faltan.
*ñatita: calavera a la que se le rinde culto en Bolivia.

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